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La Curiosa Génesis de mi Pobre Escritura


M
e gustaría poder ahora recordar algún momento feliz de mi infancia, y ser capaz de transformar ese recuerdo en las letras, las palabras, las frases y los párrafos que llenarían las páginas de los innumerables volúmenes de una vasta enciclopedia de la felicidad.
Me llenaría de esa clase de gozo cuya memoria he perdido, poseer el divino don del verbo justo y el estilo perfecto, para poder así aventurarme en osadas e irrefutables descripciones de inexistentes mapas inconclusos de falsos paraísos, espurios purgatorios e infiernos apócrifos. Mas todo lo que ahora mi escritura pobre me permite, es relatarles la curiosa génesis de mi pobre escritura.
No hablé sino hasta la edad de seis años. Mis padres -naturalmente preocupados por la situación- me habían llevado a visitar toda clase de médicos, psicólogos, foniatras, curanderos y brujas, pero ninguno de ellos fue capaz de solucionar el problema. Tampoco hubo quien al menos hiciere un diagnóstico más o menos coherente y verosímil. Lo único que estaba claro era que mi mutismo no respondía a impedimentos de tipo físico, ya que era yo capaz de gritar, aullar, ladrar, gemir y producir toda clase de sonidos haciendo para ello uso del aparato emisor que normalmente las personas usan para hablar; además, no era malo imitando diversas clases de pájaros. Pero de hablar, lo que se dice hablar, ni una palabra.
Lo que nadie pareció entender fue que yo era, simplemente, un niño muy reservado que no tenía nada que decir, y que mi actitud obedecía más a un voluntario voto de silencio -cuyas causas y motivaciones no consigo ahora recordar- que a algún problema de carácter fisiológico.
Todo cambió poco después de mi sexto cumpleaños, cuando un niño mayor que yo y algo bravucón, pretendió quitarme mi juguete favorito, una especie de mandril de peluche que me acompañaba a todas partes y cuya posesión defendí heroicamente. Ante la insistencia de aquel ladrón de mandriles que había ya acabado con mi paciencia, llené mis pulmones tanto como pude y le grité tan fuerte como me fue posible: -Jamás conseguirás quitármelo, burro mal parido, pedazo de zoquete, cabeza de alcornoque... y antes de poder terminar con mis ofensivos improperios, recibí como toda respuesta una abundante andanada de golpes, que me hicieron perder el conocimiento, además de mi mandril y un par de dientes.
Luego de este desafortunado suceso, la situación no mejoró mucho en lo que respecta a mi falta de elocuencia, debido esto a que las heridas en mi boca -de las que aún me encontraba convaleciente- me impedían continuar con el novedoso ejercicio de mi recién adquirida verbalidad; pero una vez que estas heridas fueron curándose y nuevamente me encontré en condiciones de articular palabras, comencé a comunicarme, tímidamente, con algún que otro monosílabo.
Mis padres, con esa admirable simpleza que siempre los caracterizó, atribuyeron la curación de mi mal a la brutal golpiza de la que había sido yo objeto, de modo que cada vez que notaban que permanecía demasiado tiempo callado, comenzaban a golpearme, ora con sus manos y pies, ora con cualquier objeto más o menos contundente que tuvieran en esos momentos a su alcance, y no se detenían hasta conseguir que pronunciara yo alguna palabra más o menos inteligible. Esto motivó que, en legítima defensa de mi entonces amenazada integridad física, me convirtiera en una de esas personas que se pasan todo el tiempo parloteando sin ton ni son, hablando continuamente por el solo hecho de hablar, de cualquier cosa y acerca de lo que fuere, en una particular suerte de declarada guerra al saludable e inofensivo silencio.
Tampoco fui un niño precoz en lo que respecta a la lectura y escritura. No podía comprender la excesiva rigidez y simplicidad con que los maestros escribían en la pizarra palabras como "mamá", "sol" o "escuela", siempre siguiendo las mismas estrictas y aburridas reglas. Yo, en cambio, prefería otra clase de combinaciones de letras, más rica y estética desde un punto de vista plástico, como por ejemplo "XñXñX", "sqspsysgs" o -mejor aún- "ZwZwZ", que bien podían tener significados tales como "mamá", "sol", "escuela" o cualquier otro que a mí se me ocurriere, haciendo para esto uso de un grado de arbitrariedad a mi juicio comparable al de las convenciones del castellano que mis maestros procuraban -sin mayor éxito- inculcarme.
Fue una calurosa tarde de invierno -contaba entonces yo con nueve años de edad- cuando un anciano y algo ermitaño vecino, consiguió despertar en mí esa clase de curiosidad que hace que en ocasiones espiemos a través del ojo de la cerradura de esa pesada puerta que nos separa de las múltiples formas del conocimiento. A lo largo de esas horas que pasamos juntos, sentados en el bordillo de la acera y viendo pasar de tanto en tanto algún que otro vecino aburrido al que no se le había ocurrido otra cosa mejor que sacar a pasear su aburrimiento, aquel hombre de cabello blanco y escaso me refirió increíbles historias rebosantes de personajes inverosímiles, historias cuyos imprevisibles desenlaces conseguían dejarme con la boca cada vez más abierta, y que el anciano relataba de una manera tan vívida, que lo creí protagonista de algunas y privilegiado testigo presencial de las restantes.
Si bien sabía yo que mi vecino era un hombre viejo -al menos eso era lo que aparentaba- no conseguía entender cómo era posible que un hombre viera y viviera tal cantidad de apasionantes aventuras en tiempos y lugares tan diversos. ¿Qué hacía mi vecino en el Reino de España, hace no sé cuántos siglos, siguiendo a un hombre medio loco que usaba una aparentemente innecesaria armadura y que iba acompañado de un fiel escudero que montaba un burro? ¿Cómo es que sabía tanto acerca de aquel Príncipe de Dinamarca que se llevaba tan mal con su padre muerto? ¿Quién le había contado sobre los astutos razonamientos de ese humilde cura que resolvía brillantemente los casos más difíciles? Que yo supiera, Macario –que así se llamaba mi vecino, ya es hora de decirlo- no era otra cosa que un jubilado de los ferrocarriles, y al igual que todos los demás jubilados de los ferrocarriles del pueblo, había trabajado toda su vida en los ferrocarriles, que tampoco llegaban tan lejos que digamos.
El viejo, que pareció adivinar mis pensamientos, hizo un breve gesto, como indicándome que lo esperara. Se metió en su casa y a los pocos segundos estaba de regreso trayendo consigo una pila de libros. Volvió a sentarse a mi lado y me dijo: Aquí está todo.
¿Libros? ¿En los libros se contaba todo eso? ¿Cómo era posible que esos libros, con sus páginas repletas de letras dispuestas de una manera tan parecida a como las había visto yo en la pizarra de la escuela, fueran capaces de contener tales historias? Para mí, que hasta ese entonces sólo había recurrido a los libros cuando se nos acababa el papel higiénico, todo esto representó una auténtica revelación.
Junté valor y le pedí a Macario que me enseñara a leer; pero no a leer como lo hacían los maestros de la escuela, que parecían no entender absolutamente nada del contenido de los libros que pasaban por sus manos, sino como lo hacía él: quería yo saber más acerca de ese hombre medio loco que usaba una aparentemente innecesaria armadura y que iba acompañado de un fiel escudero que montaba un burro; quería comprender por qué aquel Príncipe de Dinamarca se llevaba tan mal con su padre muerto, y deseaba con fervor que aquellos libros me contaran más sobre los astutos razonamientos del humilde cura que resolvía brillantemente los casos más difíciles.
Así fue como Macario, mi vecino viejo y algo ermitaño, en pocos días y de una manera que me resultó particularmente amena y placentera, me transmitió los fundamentos semióticos y estructurales de la escritura del idioma castellano.
Fue durante aquel caluroso invierno cuando comencé a visitar, con creciente frecuencia, la alejandrínica biblioteca que unos parientes algo lejanos -también vecinos, como todos los habitantes del pueblo- habían edificado en su desmesurada pretensión de poseer una cultura que, en el fondo, les era absolutamente ajena e indiferente. Muchos de los libros allí atiborrados de manera caótica atestiguaban una innegable virginidad, y en ocasiones sus páginas se encontraban aún adheridas entre sí, como solía suceder entonces con algunas ediciones baratas. Entre clásicos de la literatura universal podía yo encontrar libros de cocina, manuales de "autoayuda", cuentos infantiles ilustrados para niños a los que no les agrada leer y pueriles novelas románticas dirigidas al mercado de las muchachas más ingenuas y consentidas.
Mi entonces escasa estatura me privaba de acceder a los libros que se encontraban en la parte superior de la biblioteca; pero esto poco me importaba, ya que sabía que aquellos volúmenes que caprichosamente habían quedado a mi alcance, eran más que suficientes para satisfacer mi curiosidad y, además, rellenar ese tiempo vacío y tórrido de las interminables siestas subtropicales de ese indecoroso pueblo periférico de provincia periférica de país aún más periférico en el que me había tocado -por castigo divino, según entonces suponía- transcurrir los primeros años de mi vida.
Escogía mis lecturas al azar, o bien siguiendo parámetros tales como el color de la portada o la proximidad física de un libro con otro cuya lectura había sido de mi agrado. Procuraba concluir con todo aquello que la fatalidad me pusiera por delante, con una forma de disciplina casi monástica, en la que el aburrimiento bien podía ser el único camino posible hacia la comprensión de un texto en el que, muy probablemente, encontraría yo las respuestas a mis crecientes cuestionamientos de orden existencial, que eran lo primero que venía a mi mente cada mañana al despertar.
Sin desearlo ni esperarlo, adquirí el curioso hábito de escribir, y con el tiempo fui aprendiendo el sutil arte de mentir sutilmente. La frontera entre eso que llamamos verdad y aquello que nombramos mentira, me resultaba entonces -como ahora- demasiado ambigua e imprecisa, por no decir irreal. Algo en mí me decía que el arte consistía precisamente en eso, en ignorar deliberadamente ese límite, para llegar así a la ilusión, a la quimera y - ocasionalmente- a la simple y vulgar estafa.
Ya bien entrado en mi adolescencia, y al amparo de esa certeza esencial que sólo otorgan la fe y las matemáticas, supe -intelectual, emocional, espiritual y físicamente- que toda comedia nace del infortunio, del dolor, y de esa clase de desesperanza que es a la vez madre e hija de la soledad; y fue precisamente la plenitud de esa soledad lo que me llevó a adornar mi miseria recurriendo al abominable ejercicio de la dramaturgia, mientras en mi revuelto interior interminables batallas fueron -sucesiva y a la vez simultáneamente- del hombre contra “el hombre”, de éste contra sí mismo, del alma contra la intrusión, del Señor contra los demonios y del Diablo mismo contra dioses regionales y vanidosos.

La Visita de Laurent Macari


N
uestra familia fue hoy sorprendida por la visita de mi viejo y entrañable amigo Laurent Macari. No sin antes excusarse larga e innecesariamente por lo inesperado de su llegada, como de costumbre saludó a todos los habitantes de la casa con la pomposa solemnidad que lo caracteriza, una clase de solemnidad más propia de un encuentro oficial con un jefe de estado o con un representante de la más rancia y avinagrada nobleza, que con los integrantes de una familia que es su amiga desde hace ya muchos años. Más que nada por una cuestión de economía de tiempo, mi esposa Marcella y yo tratamos de disuadirlo de sus absurdamente protocolares maneras, aunque procurando, dentro de nuestras posibilidades, evitar que se sienta ofendido.
Las niñas, en cambio, aprovecharon la oportunidad para burlarse, tanto de él como de sus sobrecargadas maneras. Cindy lo hizo siguiéndole la corriente y respondiendo a cada una de sus actitudes de una forma que hubiese sido seguramente muy bien vista en alguna boda real europea, e incluso fue particularmente minuciosa a la hora de ejecutar, a la perfección, cada uno de los premeditados pasos y las respetuosas reverencias, inclinándose justo lo necesario y demostrándonos a todos su fluido dominio de la materia en cuestión; esto hizo que tanto mi esposa como yo comenzáramos a pensar seriamente en no seguir permitiendo que pase tanto tiempo entre príncipes e infantas, o como les llama Marcella: “malas compañías”.
Vannia, por su parte, se empeñó en presentar a nuestro perro Phacha como el principal heredero al trono de una supuesta tradicional casa real europea a la que ella llamó para la ocasión “Tengo la cabeza tan grande que no me entra la corona”. Hizo esta presentación con una seguridad y un aplomo tal, que todos los presentes, de una manera instintiva y casi sin darnos cuenta, adoptamos la rígida y altanera postura corporal que supusimos apropiada para tales ocasiones, mientras Phacha, fiel a su costumbre, daba enormes brincos e intentaba por todos los medios posibles e imposibles lamer la cara del invitado.
Una vez que se hubieron apaciguado estas formalidades, basadas todas ellas en eso que Marcella gusta llamar “tilinguería”, Laurent tomó asiento y comenzó a relatarnos el motivo de su inesperada visita:
-Junto a mi familia, que como vosotros bien sabéis se dedica desde hace ya casi cuatro siglos a la elaboración de vinos, pusimos nuestra atención en la zona vitivinícola de Santa Mónica. Yo personalmente ya me he dedicado a observar los viñedos durante mi primera visita, a fines del año pasado, cuando vine a vuestra casa con motivo de los festejos de la decimotercera revolución del planeta Venus alrededor del sol desde el advenimiento de nuestra querida Vannia. –Dicho esto, dirigió su mirada en dirección a nuestra hija menor, cosa que hizo mostrando una clara expresión de ternura en su rostro, para luego proseguir: -En aquel entonces no teníamos claro aún si realmente deseábamos expandir nuestro negocio fuera de Europa, sobre todo teniendo en cuenta que acabábamos de comprar unos excelentes viñedos en las inmediaciones de Lyon, y que esta nueva adquisición estaba acaparado la mayor parte de nuestra atención y nuestros recursos. Pero ahora las cosas han cambiado. La expansión hacia nuevos horizontes se ha convertido para mi familia, debido a diferentes cuestiones de carácter mayormente técnico con las cuales no pretendo ahora aburriros, en algo de fundamental importancia, sobre todo teniendo en cuenta que aquí, o para ser más precisos en las laderas de algunas de las montañas de Santa Mónica, suele darse un vino de un carácter excepcional. Ni los agrónomos ni los enólogos han sabido explicar las razones de esta extraña y deliciosa calidad de algunos vinos de la región que hemos tenido la oportunidad de catar. –Hizo una pausa con el objeto de cargar su pipa, mas cuando se disponía a esto, una mirada de Marcella fue suficiente para disuadirlo de su descabellada idea de fumar en el interior de nuestra casa. Volvió a guardar su pipa en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta, y con un gesto de resignación continuó con su exposición: -Según comentan algunos lugareños, las razones que permiten la obtención de un vino de tales características en esta zona, no deben ser buscadas en el clima, ni en las condiciones particulares del suelo, ni siquiera en las vides; al parecer, estos vinos únicos no se deben a otra cosa, según esos lugareños, que a una serie de vibraciones o emanaciones energéticas específicas que son emitidas desde Malibu Creek State Park por algunos individuos que van allí a orar con cierta frecuencia. Por lo que pude saber, estas personas no pertenecen todas al mismo credo, ni están organizadas para rezar o meditar allí de una manera en particular, ni mucho menos tienen, la mayoría de ellas, la menor idea acerca de los efectos benéficos que sus plegarias ejercen sobre algunos de los vinos de la región. –Luego de expresarse de esta manera, Laurent sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un pañuelo de seda natural, finamente bordado, y lo usó para secarse el abundante sudor que cubría su frente.

Lo que nuestro amigo nos acababa de referir me hubiera parecido una soberana estupidez, o bien la consecuencia directa de la ingestión abusiva de sustancias psicotrópicas, de haber venido de cualquier otro. Pero tratándose de un conjunto de conceptos provenientes de mi viejo amigo Laurent Macari, a quien siempre admiré debido fundamentalmente a la profunda generosidad de sus ideas y a la solidez de sus argumentaciones, no tuve más remedio que aceptar que cualquier duda que surgiera de mi parte, no sería sino el resultado inevitable de mi ignorancia y de mi incapacidad para aceptar aquello que trasciende los estrechos límites de mi modesto discernimiento.

Sueño y Vigilia de Wilfred Tedesco


C
aña Güeca huele mal, y eso lo percibimos muy bien sus habitantes, a pesar de que muchos crean que hemos perdido el sentido del olfato del mismo modo que perdimos esas cosas que ellos llaman dignidad y orgullo. Al intenso hedor proveniente de los basurales que nos rodean, se suma esa pestilencia ácida y penetrante que emana del eterno lodazal sobre el que construimos nuestras casas; aunque llamarlas así podría sonar algo presuntuoso, ya que todo lo que estas chozas de chapa y cartón que levantamos con nuestras propias manos tienen de casas, es el hecho de que en su interior vive gente, si es que aún podemos ser llamados de esta manera.
Por donde usted pase, debe sortear toda clase de desperdicios provenientes de cada rincón de la ciudad; ya que nosotros, los habitantes de Caña Güeca, venimos a ser algo así como los depositarios naturales de todo aquello que a otros no les sirve, les sobra, les estorba, o simplemente les desagrada debido a la sencilla razón de que apesta.
Pero no todo es malo en este pedazo de periferia urbana que nos ha destinado la mezquina providencia. Caña Güeca se ha convertido en un lugar excelente para aquellos seres desaprensivos que saben aprovechar todo lo que puedan encontrar de comestible entre los desperdicios de otros, llevándose a la boca cada gramo de materia orgánica susceptible de ser ingerida -haciendo economía y ecología a un mismo tiempo- y completando así una exitosa cadena alimenticia que nos ubica a nosotros, los habitantes de Caña Güeca, como competidores directos de ratas, cucarachas y gusanos.

Vivo junto a mi mujer y nuestras dos hijas. Todos en la familia nos dedicamos a eso que últimamente se ha dado en llamar –no sin cierta dosis de burlona elegancia- “recolección selectiva de material reciclable”; o sea que revolvemos la basura en busca de cartón, latas, vidrio y otras cosas que luego vendemos, y gracias a las cuales podemos permitirnos comprar algunos artículos de primera necesidad tales como vino y cigarrillos.
Mi mujer, la Chela, se dedica también a las tareas del hogar, que consisten básicamente en extraer el barro que se mete en el interior de la “habitación”, y en hervir los fideos que son la base de nuestra dieta diaria. Las niñas –la Cintia, de 14 años, y la Vanina, de 8- cuando no están en la escuela, la ayudan en lo que pueden; sobre todo la mayor, que es bastante independiente -quizá demasiado para mi gusto-. También forman parte de la familia –aunque en esto la Chela no esté de acuerdo conmigo- el Facha, un perro callejero sarnoso al que dejamos entrar a dormir sólo en invierno; y la Mishi, una gata que pasaría inadvertida de no ser por los escándalos que arman por las noches sus numerosos pretendientes cada vez que ella está en celo. Con una frecuencia que ronda las dos veces por año, la Mishi tiene crías; lo que no representa un problema mayor para nosotros, ya que los gatitos desaparecen apenas son capaces de dar sus primeros pasos fuera del cuarto. Como dice la Vanina: “Alguien o algo se los come”.
Nuestro bien material más preciado es un carrito de supermercado que le robé a un ladrón de carritos de supermercado. Nos sirve para transportar la “mercadería” –el material que recolectamos del que les he hablado anteriormente- y cuando no lo usamos, se lo prestamos a otra gente del barrio, a cambio de algún que otro favor que nunca está de más. Por las noches, el carrito permanece afuera, atado a un poste de luz. Preferiríamos que estuviera dentro -por una cuestión de seguridad- pero la falta de espacio es tal, que si el carrito pernoctara con nosotros deberíamos dormir todos de pié.

-Vivís en una nube de pedos, vivís. -me dice la Chela casi a diario. -Te la pasás fantaseando vos, mientras tu familia no sabe qué va a comer mañana. Debo aclarar que esto último no es del todo cierto, ya que ellas saben perfectamente que mañana comerán fideos acompañados de alguna que otra cosa que alguien haya descartado antes.

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La carretera que bordea las playas de Malibú es de una sinuosidad deliciosa, y cada vez que conduzco mi convertible Bentley del ´49 a través de ella, puedo sentir cómo el fresco aire proveniente del Pacífico acaricia mi cara, mientras me despeina y deposita sobre mi piel ese salitre marino que de una manera tan particular y única, curte los bronceados rostros de los residentes en este privilegiado rincón del planeta que la generoza providencia nos ha destinado.
No importa dónde se encuentre usted; si en las soleadas arenas de Surfrider Beach o en las mismísimas montañas de Santa Mónica; siempre hallará motivos más que suficientes para agradecer a Dios -o a quien corresponda- por las múltiples formas de belleza que recrean los ojos y elevan el espíritu.
Cada jueves, me dirijo a Malibu Creek State Park, donde -en un acto del más sincero recogimiento- junto mis manos, me hinco de rodillas e inclino mi cuerpo hacia adelante, hasta tocar el piso con la frente -en dirección a La Meca, por las dudas- para así manifestar mi gratitud a Nuestro Señor, Único Creador de Todo lo Visible e Invisible, Omnipresente, Omnipotente e Infinitamente Misericordioso, por el sublime regalo de este paraíso terrenal que sin dudas no merezco.

Justo por debajo de un sol generoso y benevolente que se oculta tras las nubes muy de tanto en tanto -sólo lo estrictamente necesario como para recordarnos, mediante estas esporádicas ausencias, el inefable valor de su presencia- se encuentra la casa que habitamos junto a mi esposa Marcella y nuestras dos hijas: Cindy, que acaba de cumplir sus primeros catorce años; y Vannia, que si bien dice tener trece -lo que es absolutamente cierto si contamos los años venusianos desde su nacimiento- hace poco más de ocho años terrestres que se encuentra entre nosotros. Juntos y unánimemente, los integrantes de la familia hemos decidido compartir nuestra abundancia con un par de cuadrúpedos domésticos que le otorgan una dosis extra de alegría a nuestro hogar: Phacha, un bull-dog francés de envidiable pedigree, al que ayudé a escapar de un criadero de perros destinados a adornar cuales objetos móviles las suntuosas residencias de nuevos ricos que nos rodean; y Mishima, una gata plebeya aunque de modales aristocráticos, que un buen día decidió instalarse en nuestra casa sin preguntarnos nada.
En el garage, mi adorado Bentley duerme escoltado por una furiosa jauría de automóviles deportivos italianos, que son el único vicio de Marcella. Con la llegada de cada aniversario de nuestra boda, mi amor incondicional por mi incondicional esposa se materializa en un nuevo ejemplar de estas incómodas y antifuncionales máquinas -obras de arte, como diría ella- capaces de desarrollar velocidades que en ocasiones triplican el límite máximo permitido en el estado. Si bien Marcella hace ya tiempo que comprendió que no es capaz de conducir más de un automóvil por vez, ya no recuerdo cuántas veces tuvimos que proceder a la ampliación del garage, en cuyo interior actualmente es posible incluso jugar un partido de beisbol. Con motivo de la última de estas ampliaciones, me he visto obligado a adquirir una propiedad contigua a un precio irreal por lo desmesurado.
Cada viernes, la cámara frigorífica que ocupa la mayor parte de nuestro sótano –y que compite en tamaño con la habitación que comparto con mi esposa- es reaprovisionada con toda clase de alimentos provenientes de cada rincón del planeta. Seguramente Marcella podría hablarles con mayor lujo de detalles acerca de la procedencia y de las características particulares de cada una de estas sustancias comestibles, que son usadas luego por nuestros cocineros como materia prima para preparar ligeros pero nutritivos desayunos, almuerzos saturados de manjares y fastuosas cenas.
Cada vez que la familia se reúne alrededor del enorme mesón que se encuentra situado justo en el centro del comedor principal, y antes de la ingestión de bocado alguno, agradecemos a las Fuerzas Superiores por cada gramo de materia de origen orgánico que será transformada luego en la energía necesaria para sostener la materialidad de nuestras existencias terrenales.

Petersburgo 07:00 PM


L
a camarera y su enorme trasero se abren paso con dificultad por entre las atestadas mesas del mezquino recinto. El interior de éste parece haber sido cuidadosamente diseñado para garantizar la incomodidad de los ocasionales clientes. Cuanto más ocasionales, mejor. Clientes sobran en éste, el único lugar de las inmediaciones de la estación de trenes en el que se garantiza que el vodka es vodka –los sucedáneos son cada vez más frecuentes- y donde además es permitido fumar. Lo verdaderamente importante aquí es impedir que permanezcan, ocupando el poco sitio disponible y dejando afuera a otros potenciales comensales, aquellos que simplemente desean resguardarse del frío al amparo de una bebida que, de ser posible, tardaría en ser consumida lo que tarda en pasar el invierno. Tampoco son bienvenidos los borrachos que se quedan dormidos, las prostitutas que ofrecen sus servicios a cambio de cualquier bebida espirituosa a elección del cliente –generalmente la más barata- y los gitanos, capaces éstos de hacerse hasta con la ropa interior de los presentes sin que absolutamente nadie se percate de ello.
El mostrador es grotescamente alto, para auyentar así a las mujeres y los niños, poco bebedoras las primeras y poco solventes los segundos. Tres espigadas banquetas –de esas en las que uno puede sentarse y permanecer de pié a un mismo tiempo- parecen siempre ocupadas por los mismos tres hombres. Apenas si se han molestado en quitarse los guantes, y soportan con indiferencia el peso de sus abultados abrigos y sus gorros de piel de conejo aún cargados de nieve. Apuran sus cien gramos de vodka y se retiran, para luego regresar y repetir el mismo proceso, una y otra vez.
—No son los mismos —parece adivinar mis pensamientos mi amigo Wilfred— lo que pasa es que estos rusos son todos iguales, sobre todo los borrachos: cuanto más beben, más se parecen entre sí.
La camarera tiene ya muchos años, y aproximadamente el doble de kilos. Su cabello –escaso, desordenado y alguna vez mal teñido de rubio- cubre parcialmente una frente amplia y abundantemente surcada por esa clase de arrugas que –lo sé- son más un producto de la desdicha que del mero transcurrir del tiempo. Sus ojos vidriosos de hembra sufrida y cumplidora no siempre miran en la misma dirección, y su ancha e irregular nariz me recuerda inequívocamente a esas muy castigadas narices características de los boxeadores menos exitosos. Bajo ésta, puede apreciarse un incipiente bigote, del tipo que lucen algunas mujeres de cierta edad cuando no se afeitan, y sus labios son los labios de una mujer que no ha sido besada lo suficiente. Vocifera algo que mi muy modesto idioma ruso aprendido entre los inmigrantes armenios de Buenos Aires no me permite comprender. Nuevamente interviene Wilfred, siempre dispuesto a aclararme –de una manera peculiarmente didáctica- aquello que pasa a nuestro alrededor:
—Se acabó el vodka. La mesera está ofreciendo “Ojta”, una bebida que se parece mucho al vodka más barato. El mes pasado mucha gente murió intoxicada con “Ojta”.
A nadie parece importarle demasiado, menos aún a Wilfred, quien transmite la sensación de haber perdido -hace ya tiempo- toda capacidad de asombro. Sólo sé de él que es ecuatoriano; que vino a San Petersburgo –entonces aún se llamaba Leningrado- hace ya cerca de diez años, a estudiar radioelectrónica con una beca del Partido Comunista de su país; que abandonó sus estudios para dedicarse al contrabando de vodka a Finlandia; que ganó mucho dinero en este negocio; que luego compró el título de Ingeniero en Radioelectrónica y que sus padres están muy orgullosos de su hijo.
El más que bullicioso ámbito es solemnemente presidido, desde uno de sus ángulos, por un busto de Lenin que nadie se ha molestado en retirar. Hombres de rostros semiocultos tras profusas barbas cargadas de escarcha, ríen estruendosamente e improvisan un concurso de escupidas sobre la imagen del antaño idolatrado líder revolucionario. Desde el extremo opuesto del café, una anciana los mira con el mayor de los desprecios, y cada escupitajo parece impactar directamente sobre su sólido y acabado conjunto de valores y principios.
—Si dice algo, el próximo blanco será su cara —sentencia Wilfred, y su intuitivo conocimiento de cada pregunta que me hago comienza a incomodarme.
La camarera y su enorme trasero consiguen llegar hasta donde nos encontramos, no sin antes sortear -con notable destreza- esa especie de laberinto aleatorio cuyas estrechas sendas van alterándose a medida que los alcoholizados clientes cambian las mesas de lugar. Nos sirve dos copas de un vino tinto de calidad lamentable, al cual le ha sido añadida una respetable cantidad de alcohol mal refinado, y que los lugareños llaman –con la mayor de las naturalidades- “cognac”. No consigo recordar si es la cuarta o la quinta copa que bebo de este brebaje del demonio, y es precisamente ello lo que me lleva a preguntarme si no habré bebido ya demasiado.
Me es imposible comprender el porqué de un mostrador tan alto. Probablemente quienes regentean el local hayan dispuesto que así sea para dificultar su acceso a las personas de menor estatura, por razones que mi juicio ahora abrumado por los vapores del “cognac” no es capaz de discernir.
Hombres de abundantes barbas escupen sobre el busto de quien aparentemente es –o fue- un prócer o algo por el estilo. Mi amigo ecuatoriano –cuyo nombre no consigo recordar- festeja efusivamente cada acierto. Se vuelve hacia mí y exclama: -¡Con casaca o sin casaca, siempre estoy con la resaca! -para explotar luego en una estrepitosa carcajada. La brillante ocurrencia parece llenarlo de orgullo, y se premia a sí mismo con un trago de esa cosa repugnante –aunque efectiva- que bebemos con una inexplicable mezcla de placer y asco.
La camarera sirve una mesa contigua, y no puedo quitar mi vista de esa deliciosa hendidura de profundidad indescifrable sobre la que confluyen sus generosos pechos.
—Está empezando a gustarte, lo que significa que ya has bebido demasiado –me dice al oído un hombre con aspecto de indígena sudamericano con quien comparto la mesa. Su exceso de confianza me sorprende, y procuro ignorarlo centrando mi atención en una concienzuda apreciación de la excelencia del fino cognac cuya copa sostengo entre mis manos para conservar así su óptima temperatura de degustación.
Tres hombres que beben junto al elevado mostrador, sentados sobre igualmente elevadas banquetas, cada tanto se ponen de pié y salen del café, para regresar a los pocos minutos y volver a pedir lo mismo que habían estado bebiendo anteriormente. Repiten este procedimiento con asombrosa exactitud, de manera cíclica y hasta se podría decir disciplinada.
—No son los mismos —me dice un hombre de baja estatura, tez morena y ojos rasgados que se encuentra sentado justo a mi lado, y cuya presencia acabo de notar. Lo miro con extrañeza, ya que no recuerdo haberle preguntado nada.
La mujer que sirve las mesas es dueña de una singular forma de belleza, de la clase que trasciende tanto el paso del tiempo como el exceso de masa corporal. Su cabello negro adquiere tonalidades que remiten al ámbar cuando llega a su vasta frente copiosamente surcada por el infortunio, y en sus ojos cansados puedo percibir el reflejo de un alma generosa y abusada.
Desde una de las esquinas, una anciana profiere a los alaridos una prodigiosamente amplia gama de insultos de origen eslavo, aunque su acento es claramente caucasiano. Parecen dirigidos a un grupo de hombres cuantiosamente barbados que se encuentran en el extremo opuesto del café, y que se turnan para esputar sobre un busto que representa a alguien que alguna vez fue –sin lugar a dudas- una persona merecedora del mayor de los respetos.
Los hombres atraviesan ahora la distancia que los separa de ella dejando a su paso un tendal de mesas patas para arriba, copas rotas y borrachos blasfemantes, para luego comenzar a escupir sobre el rostro de la vieja, enrojecido por la indignación. Ella los enfrenta desafiante, mientras incrementa progresivamente el caudal de su voz y el grado de obscenidad de sus improperios, capaces éstos de sonrojar al más desvergonzado de los seres desaprensivos. Invoca sucesivamente a Dios y al Diablo, e intercala minuciosas descripciones que hacen directa alusión a la vida sexual de las madres de los barbudos.
Me sobresalta un ruido que bien podría ser el que produce un botellazo en la cabeza de alguien. Me vuelvo y veo a un hombre barbado yacer boca arriba, inmóvil y con los ojos abiertos. El charco de sangre que hay bajo su cabeza se agranda con cada segundo que pasa. La camarera aún sostiene en una de sus manos lo que queda de una botella de vidrio, y hace de esto un arma que blande con firmeza, mientras mira amenazante a todo aquel que ose siquiera mirarla. Vocifera algo que mi muy modesto idioma ruso aprendido entre los inmigrantes armenios de Buenos Aires no me permite comprender, y de manera casi instantánea la casi totalidad de los presentes abandona el café.
A través de la única ventana los veo alejarse en zigzagueante peregrinación. Entre ellos puedo distinguir al hombre de aspecto sudamericano –ecuatoriano se me ocurre, no sé por qué- quien no puede evitar resbalar en el hielo y cae aparatosamente. Está claro que no es capaz de incorporarse por sí mismo. El resto de la procesión lo ignora, y desde mi privilegiada ubicación veo cómo sus torpes movimientos van menguando hasta llegar a esa forma de inmovilidad propia de la resignación. La nieve cae en abundancia y es evidente que cubrirá su menudo cuerpo en cuestión de minutos. Sé que lo encontrarán –junto a muchos otros- con la llegada de la primavera, cuando el derretirse de esa nieve convierta a toda la ciudad en un enorme charco.

El Mejor Bajista del Mundo


E
l personaje en cuestión, personaje cuya identidad desconozco y a quien por lo tanto llamaré, provisoriamente, “El Personaje”, llegó a Caña Güeca imprevistamente, es decir, sin que nadie lo llamara. Su apariencia andrajosa no llamó la atención de nadie, lo que es natural si tenemos en cuenta que en Caña Güeca lo natural es exhibir una apariencia andrajosa. De estatura elevada para los estándares de Caña Güeca, delgado como una persona mal alimentada, ojeroso como un alcohólico y en ocasiones abúlico como un heroinómano, “El Personaje” efectivamente era -por lo que pude saber a través de la Chela, que siempre está bien informada- heroinómano, alcohólico y, seguramente como consecuencia de esto y de aquello, una persona mal alimentada.
Traía consigo un maltrecho estuche que, según observó entonces la Cintia –que de esto sabe mucho- es de aquellos que en su interior suelen alojar un bajo eléctrico. En efecto, cuando abrió el estuche pude ver en su interior un bajo eléctrico, además de una muda de ropa, una botella de whisky y varias jeringuillas descartables.
-Soy el mejor bajista del mundo –me dijo a manera de presentación; y yo, que nada sé de bajistas, le creí.

Sueño y Vigilia de Macario Mamaní


E
n la penumbra de la habitación en cuyo interior había una cama sobre la que dormía Macario, éste soñó que salía de su trabajo. Como de costumbre, caminó unos pocos metros antes de llegar a la parada del autobús que lo llevaría de regreso a su casa. Allí lo esperaría su esposa, seguramente lista para darle el parte diario de novedades, algo así como: El gato se comió la única flor que dio esta temporada la única planta que hay en la casa; el niño sacó muy buenas notas en literatura, no así en matemáticas; el precio del tomate subió por segunda vez en apenas un mes, y así ya no se puede vivir; y un sinfín de cosas por el estilo que Macario jamás escuchaba pero que siempre fingía oír con la mayor de las atenciones. Luego irían juntos a tomar unas cervezas en el bar de la esquina y se relajarían y dormirían tranquilos. En el sueño de Macario todo sucedió tal y como sucedía a diario, y lo único que no parecía rutinario era ese progresivo y a la vez emocionante acostumbramiento a la rutina.
Cuando despertó, la cama aún flotaba sobre el riacho apestoso sobre el que la había encontrado la noche anterior. Esperó a que su cama pasase cerca de algo sólido a qué asirse, pues ya era hora de levantarse. Más tarde, cuando la cama pasó cerca de un muro tan alto que parecía ir más allá del cielo, Macario atinó a saltar, para luego caminar tranquilamente por la superficie del muro hasta llegar tan alto que comenzó a sentir vértigo; entonces subió un poco más, miró hacia abajo y se sintió mejor. Luego vio venir hacia él una jauría de animales que no había visto nunca, pero que parecían amistosos. Y cuando estos llegaron donde él se encontraba, lo devoraron, para luego olfatearlo tímidamente y acto seguido acercarse cautelosamente. Desde el interior de cada una de las bestias, Macario sintió compasión por ellas, y se alejó para conservar así su integridad física. Se alejó tanto que inevitablemente cayó sobre la cama que aún flotaba sobre el apestoso riacho. El torrente de éste subía en dirección a la base de un muro por el que venía una jauría de animales que no había visto nunca, pero que parecían amistosos. Los devoró, para luego olfatearlos tímidamente y después acercárseles cautelosamente.
Se sintió cansado y se echó a dormir en el fondo del riacho apestoso sobre el que flotaba aún –como siempre lo había hecho- su cama ahora poblada de animales que no había visto nunca, y que se devoraban entre sí hasta multiplicar su número de manera tal que ya no cabían en la cama y huían volando hacia las profundidades de un maloliente riacho sobre el que ahora flotaba la cama de Macario, quien comenzó a soñar que salía de su trabajo. Como de costumbre, caminó unos pocos metros antes de llegar a la parada del autobús que lo llevaría de regreso a su casa, donde seguramente lo esperaría su esposa, como siempre lista para darle el parte diario de novedades, algo así como: El perro se comió la única planta que había en la casa; el niño sacó muy buenas notas en matemáticas, pero según su maestra es algo indisciplinado; el precio del tomate subió por tercera vez en apenas dos meses, y así ya no se puede vivir; y un sinfín de cosas por el estilo que Macario jamás escuchaba pero que siempre fingía oír con la mayor de las atenciones. Luego irían juntos a tomar unas cervezas en el bar de la esquina y se relajarían y dormirían tranquilos y tendrían sueños apacibles que los ayudarían a soportar aquella rutina que se hacía, progresivamente, más y más imprevisible.

El Poema Trilingüe de Wilfred Tedesco


¿Has visto llegar al hombre?

Dicen que todos lo conocen.
Я его не знаю и, возможно,
Я чего-нибудь не понял.

Have you seen this man?
Do you know who he is?
Me han dicho que todos lo conocen,
Todos menos yo.

Как там говорят
Bсе его знают,
But, I don't know
Why he came back.

Primeras Escenas del Octavo Capítulo de la Serie Televisiva "El Perro Gualter"


ESCENA 1

Calle – Casa de Wilfred – Coche de Marcella / Exterior / Noche
P Subjetivo de binoculares a fachada de la casa del Wilfred. Marcella, sentada en su coche, observa por los binoculares la fachada de la casa de Wilfred, luego deja los binoculares para comer una hamburguesa que tiene en el asiento de al lado. Otro automóvil aparca frente a la casa de Wilfred.
P Subjetivo de Marcella hacia la fachada. Cindy baja del coche cargando cajas con comida y entra en la casa de Wilfred con llave propia. Marcella la observa con los binoculares y luego los deja para apuntar en una libreta la hora de llegada de Cindy.
PP al cuaderno.


ESCENA 2

Calle – Coche de Laurent en marcha / Exterior / Noche
Laurent conduce y Macario se encuentra en el asiento de al lado.
LAURENT: ¿Le indicaste bien lo que tenía que hacer?
MACARIO: Sí.
LAURENT: ¿Estás seguro?
MACARIO: Marcella no es tonta. Entiende rápido.
LAURENT: Las mujeres de su tipo… casi todas son tontas.
MACARIO: ¿De su tipo? ¿De qué tipo?
LAURENT: Las que son así. Bonitas, rubias, ricas… pero que tienen la cabeza hueca.
MACARIO: Si crees que ella tiene la cabeza hueca, entonces… ¿Para qué la llamaste al equipo?
LAURENT: No estoy diciendo que ella tenga la cabeza hueca.
MACARIO: Sí lo estás diciendo.
LAURENT: Ya… olvídate. Ahí está.
Laurent aparca detrás del coche de Marcella. Encuadre con el coche de Marcella y un espacio detrás. Entra al cuadro el coche de Laurent.





Comentario de Contraportada de "El Caso de Randy Scott"


R
andy Scott, un joven inglés de familia acomodada, debido a desavenencias con sus progenitores decide abandonar el cálido hogar paterno y emprender un destino de aventuras. El azar lo lleva en dirección a la isla de Mallorca, más exactamente a la paradisíaca localidad de Port Pollença, que será el escenario de las múltiples aventuras y desventuras que dan forma a esta novela.
El drama familiar, la soledad interior que experimenta el personaje central en un ámbito para él por demás extraño, la amistad, las diferentes formas del amor juvenil, el resentimiento, la venganza, e incluso la pesquisa de carácter criminalístico, forman parte de la rica sucesión de acontecimientos que hacen de “El Caso de Randy Scott”, una novela que consigue ser amena, sin por esto renunciar a la posibilidad de llevar al lector curioso en dirección a una sana reflexión de carácter introspectivo.

La Visita de Macario


H
oy vino a visitarme Macario, un viejo amigo. Como de costumbre, lo primero que buscó fue un sitio donde sentarse, cosa que hizo en el lugar más cómodo que encontró: el interior del carrito de supermercado; ya que no hay sillas, sillones, bancos ni nada parecido en la habitación, ni siquiera una cama. Luego bebimos vino y rememoramos momentos felices que compartimos cuando ignorábamos que éramos felices.
Cada vez que Macario bebe alcohol, su memoria se dispara, y recuerda hasta los detalles más irrelevantes de los acontecimientos más intrascendentes de su -según él- azarosa e intensa vida. Por momentos, consigue recordar incluso aquello que jamás sucedió, en un alarde de memoria digno de un fenómeno de esos que aparecen -afortunadamente- muy de vez en cuando.
Una vez que hubieron transcurrido aproximadamente cuatro litros -durante nuestros encuentros, la unidad de medida de tiempo es el litro de vino- Macario comenzó a poner en práctica aquello que mejor sabe hacer: Vaticinar. Dijo que nada cambiaría, salvo algunas pocas cosas -se negó, piadosamente, a revelar cuáles- que sí lo harían, pero para peor. Añadió que el tiempo seguiría siendo inmutable, y que la atemporalidad permanecería en su eterno estado de latente espera.
Un par de litros más tarde, la incertidumbre más cruda pareció apoderarse de los pensamientos de Macario, y me confesó que todo aquello que en forma de pasión había alguna vez arrebatado su alma, le resultaba ahora poco menos que indiferente. Continuó diciendo -mientras no dejaba de cambiar de posición sobre el seguramente incómodo carrito de supermercado- que le costaba creer que tales frivolidades como las artes o las ciencias, hubieran sido alguna vez el motor de su conducta o la de cualquier otro.
-La futilidad veleidosa de las artes es sólo comparable a la ingenua certitud de las ciencias. -sentenció, para luego dejar caer su cabeza hacia atrás y quedarse dormido, en una escena que despertó en mí una inexplicable sensación de compasión y ternura hacia ese ser que -en un acto de valiente cobardía- intentó escapar de su dolorosa locura pagando el elevado precio de una bien merecida cirrosis.

Capítulo XII


P
robablemente se preguntará quien esto lea, de qué vivo, cuál es mi medio de vida, de dónde provienen mis ingresos monetarios, cuál es el origen de mi sustento económico. Y esto es algo más que comprensible, ya que los personajes de ficción de los cuentos y novelas (así como los de las representaciones teatrales, las películas, las telenovelas, las radionovelas, las fotonovelas, los comics o cualquier otro medio dentro del cual se desenvuelvan seres ficticios), rara vez debemos rendir cuentas a los ocasionales lectores o espectadores acerca de cuestiones de tal índole. Quizá sea el carácter banal que con frecuencia se le otorga a estos asuntos de orden material, lo que en definitiva propicie que innumerables héroes y superhéroes, villanos y supervillanos, Romeos y Julietas, Tristanes e Isoldas, Quijotes y Sanchos, así como Bátmanes y Róbines, anden tan ligeramente a través de sus existencias -o inexistencias, según se mire- despreocupados del pan nuestro de cada día, y despreocupando a su vez a los eventuales espectadores y lectores -aunque sólo sea por un momento- de sus aflicciones de origen económico, que parecen ser el eje central de la vida real de las personas reales, desde el hombre más rico entre los millonarios hasta el más pobre de los indigentes.
En tanto y en cuanto yo no soy más que un personaje de ficción, ignoro las respuestas a tales interrogantes. Será el lector -perezoso por naturaleza, aunque por lo general más imaginativo que cualquier escritor- quien determine de qué vivo, cuál es mi medio de vida, de dónde provienen mis ingresos monetarios, cuál es el origen de mi sustento económico. Y se valdrá para ello de las escasas pistas dispersas aquí y allá dentro de la obra misma, si es que realmente está interesado en tales banalidades.
En lo que respecta a mi pseudo-existencia, por el momento sólo estoy autorizado a decirles que soy, ora un personaje de ficción más, ora una ingeniosa artimaña de un pobre aprendiz de escritor que se oculta tras un personaje que relata en primera persona, debido a su simple -y para mí comprensible- incapacidad para reconocer el carácter autobiográfico del presente relato.

Capítulo IX


C
uando despertó de un desmayo que había durado casi dos días, Irina tuvo la definitiva certeza de que pronto moriría. Volvió a sentir aquel dolor atroz que nacía en la base de su estómago y ascendía hasta el mismo centro de su pecho, donde permanecía hasta hacerse casi intolerable, para luego volver a nacer allí abajo y subir nuevamente y volver a situarse en su pecho ya acostumbrado a esperarlo y cobijarlo. Sólo la idea de su inminente muerte le servía de consuelo, y le gustaba pensar que ésta llegaría acompañada de una total incapacidad para sentir sensación física alguna. Lo peor de la muerte era que se hacía esperar, que parecía jugar con ella asomándose, mostrándose y volviendo a desaparecer para dejarla, una vez más, a solas con ese dolor que amenazaba con extenderse hacia una extraña forma de eternidad.

Caña Güeca


E
l viejo camino empedrado que atravesaba Caña Güeca, con su trazado absurda e inútilmente sinuoso que no conducía sino a un abrupto fin de sí mismo, se veía bordeado de un par de decenas de pequeñas casas con sus fachadas austeramente pintadas de blanco y sus techos de tejas coronados por ennegrecidas chimeneas. Por sobre estas era posible divisar las montañas tras las cuales –suponíamos- continuaba el universo, un universo del que nada sabíamos y que en el fondo poco nos importaba. Para nosotros, que nacimos y crecimos allí, Caña Güeca era el mundo; y más allá de las montañas que rodeaban ese mundo sólo percibíamos una ambigua forma de infinitud. Dimos nuestros primeros pasos y lanzamos nuestros primeros escupitajos al aire entre sus senderos polvorientos, y en nuestros hogares nuestras madres nos enseñaron que éramos precisamente quienes debíamos ser.
Crecimos rodeados de un bosque que creíamos inexpugnable, y entre sus árboles inventábamos juegos que nos ayudaban a matar un tiempo que a menudo se detenía, para volver a transcurrir luego de que todos y cada uno de nosotros hubiera percibido, con total claridad, su misteriosa inmovilidad. Un trozo de caña hacía las veces de fusil y una única trinchera albergaba la totalidad de nuestro ejército, en interminables batallas en las que nadie se preguntó jamás qué defendíamos ni contra quién luchábamos.
Macario y yo nos hicimos hombres allí, y cuando cumplimos la edad reglamentaria, fuimos sacados de nuestro mundo y llevados, junto a otros jóvenes de otros mundos, a un lugar donde nos enseñaron a usar fusiles asombrosamente reales, para defender nuestra patria -cuya existencia hasta ese entonces habíamos ignorado- de terribles enemigos que acechaban por doquier, y que deseaban apoderarse de todo aquello que constituía nuestra envidiable riqueza.

AMG / Mercedes-Benz: Una Sociedad Construida a Base de Éxitos


Actualmente, AMG es sinónimo de vehículos de la marca Mercedes Benz llevados a la máxima expresión en términos de prestaciones deportivas. No obstante, cuando a principios de 1967 los ingenieros alemanes Hans Werner Aufrecht y Eberhard Melcher, decidieron crear su propia empresa de desarrollo de motores de competición (que originalmente funcionaba en un viejo molino en desuso de la pequeña población de Burgstall, en la región de Grossaspach), difícilmente podrían haber imaginado que su entonces modesto proyecto llegaría algún día hasta donde hoy se encuentra.

Aufrecht y Melcher decidieron bautizar la empresa con las iniciales de sus apellidos y de la región donde se inician sus actividades (Aufrecht-Melcher-Grossaspach), y desde sus comienzos trabajaron exclusivamente con motores Mercedes Benz.
En 1971 llega el primer triunfo deportivo, que no sería sino el comienzo de una extensa lista: el AMG Mercedes 300 SEL 6.8 triunfa en su categoría en las clásicas 24 horas de Spa-Francorchamps, con Hans Heyer y Clemens Schickendanz como pilotos.
Pero el verdadero salto hacia el éxito se produce en 1988, cuando AMG firma contrato con Daimler-Benz para participar en el prestigioso DTM (Campeonato Alemán de Turismos). En 1990 la alianza se extendería más allá de los circuitos, mediante la firma de un contrato de exclusividad entre ambas empresas, según el cual AMG se haría cargo en adelante de las versiones más deportivas y exclusivas de Mercedes Benz.
Ya en 1992, la sociedad consigue, con Klaus Ludwig como piloto, el Campeonato del DTM con el Mercedes-Benz 190E 2.5-16 Evolution II, preparado por AMG. Un año después es lanzado al mercado el primer vehículo de serie desarrollado bajo el acuerdo de cooperación entre Daimler-Benz y AMG: El Mercedes-Benz C 36 AMG, que fue ampliamente aclamado por la prensa especializada y además superó con creces las expectativas de ventas.
En 1994, Ludwig vuelve a conseguir la corona en el Campeonato Alemán de Turismos (DTM) con su Mercedes Benz preparado por AMG. Al año siguiente el éxito se repite, aunque esta vez con Bernd Schneider como piloto, con quien AMG también gana el primer Campeonato Internacional de Turismo (ITC), la nueva serie internacional.
En el Autoshow de Ginebra de 1996, es presentado el primer vehículo construido íntegramente por AMG, el E 50, aunque se sigue percibiendo en este superdeportivo la evidente –e inevitable- colaboración con Mercedes.
En 1997 es un año particularmente exitoso para AMG, ya que llega a producir 5000 unidades del C 36 AMG y 2ooo del E 50 AMG. Los sucesores de estos, el C 43 AMG y E 55 AMG son lanzados al mercado poco después de ser presentados en el Autoshow de Frankfurt (IAA). Ese mismo año, y en el terreno deportivo, Bernd Schneider gana el campeonato de conductores y AMG el de equipos con el modelo CLK-GTR. Al año siguiente la versión de calle de este vehículo es fabricada en una edición limitada de 25 unidades, mientras AMG-Mercedes gana las diez carreras del Campeonato FIA GT con sus pilotos Klaus Ludwig y Ricardo Zonta.
A partir 1999, Mercedes-AMG GmbH es fundada como empresa subsidiaria de DaimlerChrysler AG, solidificando de esta manera una relación que ya es sinónimo de éxito en el mundo del motor.
En el ámbito de las carreras se sucedieron los triunfos de la mano de Bernd Schneider, quien ganó los títulos 2000, 2001, 2003 y 2006 del DTM. En tanto que la producción de automóviles de serie se disparó, para llegar a vender la cifra récord de 20.000 vehículos AMG sólo durante el año 2003.
En la actualidad, modelos como el S63 AMG o el ML63 AMG, equipados con la nueva generación de motores 63 AMG, hacen las delicias de los aficionados a los superdeportivos de lujo, y sobre todo, de aquellos que pueden pagarlos...

Breve Prólogo a la Primera Edición


C
uando me pidieron que prologara el elegantemente encuadernado volumen que el lector tiene en este momento en sus manos, no pude sino poner mis condiciones. Debía tener total libertad para extenderme a gusto y como me diese la real gana acerca de aquello que me viniera en mente, sin restricciones de índole alguna. De más está decir que mis editores, como de costumbre, accedieron a mis exigencias con la amabilidad y el respeto que mi figura les merece. Supongo que no les quedaba otra alternativa, si es que realmente deseaban que este escritor novel a quien decidieron lanzar a la cúspide de las listas de ventas, tuviera en ésta, su primera novela, el inapreciable empuje que da el ser prologado por una pluma ya célebre.

Debo confesar que desde que abandoné el hábito de escribir -hace no sé ya cuántos años- no he dejado de pensar, no sin cierto sentimiento de culpa, en mis fieles lectores. Aquellos que, con estoicismo ejemplar, a lo largo de décadas no sólo compraron mis libros, sino que además adhirieron sin remilgos a todos y a cada uno de los comentarios elogiosos que se hicieron de mis obras; e ignoraron, de manera asombrosamente deliberada, las escasas –aunque infaltables, y en ocasiones comprensibles- críticas adversas. A ellos les debo mi bienestar económico, que fue en definitiva lo que me permitió retirarme y comenzar a disfrutar -como lo soñé siempre y como lo sigo soñando- de las empalagosas mieles del ocio y el aburrimiento.
Gracias a mis lectores, y a esa para mí incomprensible costumbre de estos de comprar aquello que alguna vez escribí, me fue posible, por fin y de una vez por todas, liberarme de la intolerable presión ejercida por mis editores para hacerme engendrar ideas originales -pero no en exceso-, desarrollar éstas en un lenguaje accesible para las masas compradoras de libros y, además, hacer coincidir todo esto con los resultados de los estudios de mercado de turno.
En lo que respecta a la novela en sí, difícilmente se me creería si afirmase que he leído los aproximadamente dos centenares y medio de páginas que la componen. Nadie como yo perdería su precioso tiempo en una tarea semejante. Apenas si me he tomado la molestia de leer unos pocos pasajes seleccionados al azar. Esto me es suficiente para afirmar, con indisimulable satisfacción y sin el menor asombro, que se trata sin lugar a dudas de uno más de mis ya innumerables imitadores.
Para terminar -y fundamentalmente con el objeto de satisfacer las expectativas de quienes me han dado esta oportunidad única de reencontrarme con mis lectores- no puedo dejar de destacar la impecable prosa, la inventiva desbordante, y sobre todo esa cualidad extraordinaria que poseen algunos pocos escritores de atrapar al lector, y hacer que éste se deje conducir, dócil y mansamente, a través de los insondables derroteros de una trama que posee la escasa virtud de ser, a un mismo tiempo, amable e impredecible.
Disfrutadlo, y haced de esta lectura, un acto de amor y gratitud hacia todos aquellos que consagramos buena parte de nuestras efímeras y en ocasiones carentes de sentido vidas, a ésta, la más solitaria y bella de las artes.

Primeras Escenas del Cortometraje "El Retorno del Macho Meno"


INT / APARTAMENTO / DÍA
Interior de un pequeño apartamento. Hay mucho polvo acumulado sobre el suelo. Los muebles están cubiertos por sábanas. Las ventanas están totalmente cerradas. Da la impresión de llevar mucho tiempo deshabitado.
La puerta de entrada se abre arrastrando consigo la correspondencia acumulada.
Entra un HOMBRE joven, de poco más de veinte años. Su aspecto es el de un típico empleado de oficina. Lleva gafas y viste un traje de corte clásico. Apenas traspone el umbral deja caer pesadamente su equipaje, consistente en una maleta de tamaño considerable y una bolsa de viaje.
Tiene aspecto de cansado y respira agitadamente, mientras mira a su alrededor como examinando un lugar hasta entonces desconocido.
El HOMBRE levanta la persiana y abre la ventana. Entra la luz del día e ilumina la totalidad de la habitación. El HOMBRE parpadea como encandilado por la súbita entrada de la luz. Se puede ver a través de la ventana que afuera hace un día soleado. Sobre la cama se ve un colchón desnudo, y hay algunas mantas dobladas sobre éste.
El HOMBRE posa la maleta sobre la cama, la abre lentamente y comienza a deshacerla.

INT / SALÓN / DÍA
El HOMBRE quita la sábana que cubre un viejo sofá. Empuja el sofá hasta que lo aparta, dejando un espacio libre en el salón. En este espacio libre, el HOMBRE tiende una de las mantas que se encontraban sobre la cama, se acuesta allí en el suelo y cierra los ojos.

EXT. COLINA CORONADA POR UN GRAN ARCO DE PIEDRA (SUEÑO) – DÍA
FADE IN
Escena de carácter irreal, de tonos difuminados. La cámara sigue al HOMBRE, y nos muestra en movimientos agitados una colina sobre la cual se yergue un arco de piedra de gran tamaño. Podemos escuchar los jadeos de cansancio del HOMBRE, que sube la colina sin quitar su vista del arco de piedra. Desde cierta distancia se ve venir a un grupo de una veintena de mujeres provistas de palos, escobas, palas y otros objetos que blanden como si se tratase de armas. Se acercan en actitud amenazante, con expresión de furia en sus rostros y lanzando fuertes alaridos. Se interponen entre el HOMBRE y el arco de piedra. La cámara, a espaldas del HOMBRE, va acercándose a éste hasta que él se detiene. Lo rodea y lo muestra dubitativo y temeroso, y luego de completar la vuelta alrededor del HOMBRE, vuelve a mostrarlo de espaldas. Entre él y el arco de piedra, el grupo de mujeres comienza a gritar con mayor intensidad, mientras levantan los palos, escobas, palas y otros objetos contundentes en tono amenazante.
FADE OUT

INT / SALÓN-BAÑO / DÍA
El HOMBRE despierta con la respiración agitada, como quien despierta de una pesadilla. Se incorpora bruscamente y se dirige al cuarto de baño que se encuentra contiguo al salón. La cámara lo sigue hasta la entrada del baño, donde se detiene.
El HOMBRE abre el grifo del lavabo. Se escucha un quejido proveniente de las cañerías. Tan sólo cae una mísera gota.

INT / BAÑO / NOCHE
El HOMBRE, tumbado bajo el lavabo, trata de reparar las cañerías.
Se incorpora. Vuelve a abrir el grifo. Se vuelve a escuchar el mismo quejido y esta vez no sale ni un agota.
HOMBRE(Gritando. Enfadado)
¡Necesito agua, por Dios!

INT / COCINA / NOCHE
El HOMBRE, contempla absorto el horno de microondas. Una nota sobre éste dice:
"NO FUNCIONA. EL VIERNES VENDRÁN A ARREGLARLO SOBRE LAS 10 A.M.. ESTO SE LO DESCUENTO DE LA PAGA DEL ALQUILER"
HOMBRE refunfuña entre dientes algo ininteligible, aunque con tono de blasfemia.

INT / SALÓN / NOCHE
El HOMBRE habla por teléfono.
HOMBRE
Si... con patatas fritas... y por favor que el pollo no esté crudo como la vez pasada... media hora... bien, gracias.
Cuelga el teléfono visiblemente enfadado.

INT / SALÓN / NOCHE
El HOMBRE, cómodamente sentado sobre el sofá, come con las manos el pollo y las patatas fritas. Cada tanto, y sin mostrar mayor interés, echa un vistazo al televisor, que se encuentra encendido aunque sin volumen.

INT / SALÓN / NOCHE
El HOMBRE visiblemente somnoliento, a punto de quedarse dormido. El televisor sigue encendido, casi sin volumen.

PASILLO / INT / NOCHE
El HOMBRE, hablando por teléfono.
HOMBRE (V.O.)
A veces también discuto con mi jefe. Como todo el mundo.
HOMBRE
Lo único que digo es que parece un buen tío. Se preocupa por los demás y tal.
(Pausa)
Pues sí. Sí.
(Pausa algo más larga)
Puede que sea un ingenuo, pero…
(Pausa)
Claro que lo haré.

HABITACIÓN / INT / NOCHE
El HOMBRE, sentado en la cama, limpiando meticulosamente una pistola.